Publicaciones:
El Mar de Venus. Editorial Hijos del Hule. Barcelona (2010).
Ferro, el Muñeco de Hojalata que Quería ser un Niño con Corazón. Ediciones Gentle Noise. Barcelona (2011).
La Habitación de los Pájaros. Premio Relatos Románticos (2012). Publicación en antología Ese Amor que Nos Lleva, Ediciones Rubeo. Barcelona.
Microrrelato. (Antología). Epidermis. Barcelona (2012).
De tu boca, el despertar (poemario). Ediciones Carena (2013, Barcelona).
Todas las primaveras son pecado (poemario). Ediciones Carena (2016, Barcelona)


lunes, 5 de marzo de 2012

Relato publicado por la editorial española Rubeo. Premio relatos románticos

LA HABITACIÓN DE LOS PÁJAROS

Aquella mañana nevaba en Estambul. Özlem preparaba la comida secándose las lágrimas con el delantal; el almuecín entonaba el ezan del mediodía, con una melodía suave de invierno que acariciaba el aire y hacía recordar la mezquita a lo lejos.
El pan recién hecho, la carne picada, yogur, perejil y un poco de canela. Özlem esquivaba el llanto para no descuidar ningún detalle, como cada día a esa misma hora.
Cuando Erkan llamó a la puerta, la comida ya estaba lista, y Özlem le abría la puerta con una triste mueca a modo de sonrisa.
Comieron en silencio, conteniendo el aire y con él los suspiros. Erkan dejó su plato vacío en el fregadero con desgana arrastrando los pies, y se fue, como cada tarde, a «la habitación de los pájaros».
Erkan se dedicaba a criar y vender pájaros, del mismo modo que lo había hecho su padre, y antes de este su abuelo.
Cuando se casaron, Özlem decidió preparar una habitación, la de invitados, para los pájaros de su marido. Desde entonces, Erkan, cuando no estaba en la tienda, pasaba gran parte de su tiempo en aquella habitación, cuidando de sus pájaros enjaulados.

Özlem, al atardecer, solía desvestirse cada noche frente al espejo. Sola y nostálgica recordaba cómo había conocido a Erkan, lo mucho que se amaban…
En aquel entonces, él llevaba ya diez años trabajando en la pajarería de su familia, donde criaban y vendían pájaros de diferentes especies, tamaños y colores.
Al entrar, lo primero que se advertía era el empalagoso olor del alpiste y las plumas muertas que sobrevolaban la tienda dejando una sensación de bruma y sofoco permanentes. Además, el trino de aquellos animales sin vuelo se hacía repetitivo e irritante, hasta el punto de que los compradores, al cabo de unos minutos, se afanaban por salir lo antes posible del lugar para tomar aire.
Erkan era un hombre alto y sereno, de enormes ojos negros rasgados y marcados pómulos. Aunque era veinte años mayor que Özlem, su cuidado aspecto y su rostro alargado le hacían parecer mucho más joven de lo que era en realidad.
Los vecinos del barrio de Üsküdar afirmaban que era un buen hombre, un buen musulmán, pero algunos preferían chismorrear acerca de su prolongada soltería, y afirmaban que «no era hombre de casar, sino hombre de rezo y plegaria».
Özlem pasaba a menudo por la tienda, siempre con la excusa de estar buscando un pájaro para alguna amiga; a menudo, sonrojada y silenciosa.
Él la atendía con una tímida sonrisa, observándola de soslayo mientras ella paseaba vacilante entre las jaulas.
Özlem tenía apenas veinte años, pero su madre ya la presionaba para que encontrara marido. Nunca se había interesado demasiado por los chicos de su edad, y cuando alguno la miraba, se escondía rápidamente tras su velo. Sin embargo, Erkan le parecía diferente, especial. A ella le gustaba ver cómo ponía trocitos de manzana a los canarios, con qué delicadeza sacaba cada tarde a los pájaros para limpiar las jaulas…

Sus dos primeros años de matrimonio fueron muy felices. Özlem se encargaba de las labores de casa, y esperaba con ilusión que Erkan llegara de la tienda; después comían y conversaban sobre lo que habían hecho durante el día.
Al anochecer, desnudos en la cama, se abrazaban, se olían, se encontraban…
A ella le gustaba que le acariciara los senos; él le agarraba la mano y la dirigía por debajo del vientre, le susurraba al oído…
Hasta que, una tarde, Özlem recibió la visita de una vieja amiga. Tomaron çay y conversaron animadamente hasta la hora de comer.
Özlem había olvidado por completo que Erkan estaba llegando y tenía que preparar la comida; cuando este llamó a la puerta, Özlem se levantó alarmada.
Aquel mediodía, comieron los restos del día anterior, y él pasó toda la tarde encerrado en la habitación con sus pájaros, mientras ella lo espiaba por el ojo de la cerradura: Erkan cambiaba los pájaros de jaula, una y otra vez, abría y cerraba las jaulas para asegurarse de que no se podían escapar… A veces, en voz baja, les tarareaba canciones turcas de amor, otras los insultaba con desprecio, hasta que, abrazado a las jaulas, terminó quedándose dormido sobre la mesa.
Después de aquel día, nunca más se repitieron las conversaciones durante la comida, ni las miradas cómplices, ni los besos…
Solo algunas noches, cuando Erkan llegaba tarde a casa oliendo a alcohol, este la buscaba entre las sábanas y con un impulso violento disfrazado de deseo la ponía de espaldas, le doblaba las rodillas y la penetraba con fuerza durante unos minutos hasta que Özlem dejaba de sentir su aliento agrio en la oreja, y Erkan, aliviado, se dormía.
Un día de tormenta, cuando él no estaba, Özlem entró en la habitación de los pájaros: todas las jaulas estaban puestas en orden y etiquetadas, con pájaros de diferentes tamaños y colores. Entonces, sintió una náusea repentina, un escalofrío en la garganta… Özlem se vio enjaulada y diminuta, rodeada de alpiste y trocitos de pan, las alas cortadas.
Escapó angustiada dando un portazo, conteniendo la sensación de vértigo y con el estómago encogido entre sus manos. Al fin fuera Özlem respiró, libre.
Por la noche, Erkan llegó sombrío y silencioso, comieron, y al pasarle el pan, la miró con desgana:
–Pasaré unos días fuera –dijo sosteniendo el pan entre sus manos.
Ella asintió y le sirvió más sopa, alejándose en su pensamiento.
Esa semana, Özlem empezó a frecuentar el hammam del barrio. Sobre la piedra caliente, una mujer le frotaba el cuerpo con delicadeza y le vertía agua tibia en la espalda.
Sus manos eran pequeñas y suaves en el cuello, ligeras y sólidas en las piernas… Özlem cerraba los ojos y se dejaba llevar. En pocos días, el peso que solía sentir en su espalda desapareció.
Aquella mujer de aspecto fuerte y delicadas manos le contaba cada día hermosas historias sobre su país; se llamaba Burcu y era kurda.
Como la mayor parte de las mujeres kurdas que vivían en Turquía, Burcu tenía miedo de decir de dónde venía; sin embargo, con el paso de los días, ella y Özlem se hicieron cada vez más amigas, y por las mañanas, mientras Burcu le frotaba la espalda, se confesaban todos sus deseos, sus sueños, miedos y esperanzas.
Burcu había nacido en una pequeña aldea de Bitilis, situada en una región que ahora pertenecía a Turquía. Su familia era muy pobre y emigró a Turquía en busca de trabajo cuando Burcu era pequeña. Fueron tiempos muy duros, sintieron el rechazo y la discriminación de un país que no reconocía su existencia ni su identidad.
Pero, como la mayor parte de los kurdos, la familia de Burcu optó por resistir, y su situación mejoró mucho cuando el padre encontró trabajo en una fábrica a las afueras de Estambul.
Burcu fue la única de sus siete hermanos que pudo ir al colegio, y cuando cumplió la mayoría de edad empezó a trabajar como cajera en un supermercado.
Su familia insistía para que se casara, y por eso, cuando su compañero de trabajo se le declaró, Burcu aceptó para no seguir escuchando las quejas de sus padres. Se casaron un año después, y Burcu, que siempre había tenido buenas manos, empezó entonces a trabajar como masajista en un hammam público. No ganaba demasiado, pero se divertía charlando con las señoras que pasaban por allí cada día. Dos años después nació su primer hijo, y después de este Burcu no volvió a quedarse embarazada.

Cuando, aquella mañana, Özlem entró en el hammam, a Burcu le pareció tan frágil que pensó que se desplomaría si no la sujetaba con fuerza. La acompañó a los baños y sintió una profunda tristeza al mirarla a los ojos.
Sobre la piedra, se dio cuenta de que su espalda estaba tremendamente contraída, y su cuerpo, aunque delgado, era un cuerpo mustio y abandonado, olvidado.
Sin embargo, cuando Burcu empezó a masajear a Özlem, las mejillas se sonrosaron, las piernas le parecieron más tersas al tacto, la espalda más firme y relajada… Özlem se iba transformando bajo sus manos.
Desde entonces, Özlem iba todas las mañanas al hammam; entre baño y baño, ambas tomaban çay y conversaban animadamente como viejas amigas.
Özlem terminó por confesarle un día, entre lágrimas, que su marido llevaba más de una semana fuera de casa y sin dar noticias, también le contó lo desgraciada que había sido con él esos últimos años y la extraña obsesión que él tenía con sus pájaros.
–Piensa que por lo menos no has tenido hijos, así solo sufrirás tú y no ellos –le dijo Burcu, agarrándola de la mano para intentar consolarla–. Yo solo he tenido uno porque Allah no me ha querido dar más –prosiguió con la mirada triste y perdida.
Después de haber tenido su primer hijo, el marido de Burcu iba de bar en bar; cada noche llegaba borracho a casa, con la camisa manchada de carmín y apestando a perfume barato.
Burcu no hacía preguntas: cuando lo oía llegar cerraba los ojos con fuerza y fingía que no lo había escuchado, intentaba dormir, en vano…
Özlem entendió, la abrazó con fuerza y ambas se quedaron así durante varios minutos, entrelazadas y aliviadas en su complicidad.
Una tarde, decidieron quedar para tomar té. Özlem había preparado té de manzana y pastelitos de hojaldre en casa. Burcu llegó puntual, a las seis.
Cuando Özlem la recibió, se sorprendió al verla tan cambiada: por primera vez la veía con velo, y ahora no parecía aquella muchacha fuerte y decidida que había conocido en los baños.
Comieron y rieron toda la noche, prepararon más pastelitos de miel y pistacho. Con las manos y la cara enharinadas jugaban a lanzarse trocitos de pistacho, a untarse las ropas de miel... No les importaba ensuciarse, porque se sentían libres como cuando eran niñas y además no había ningún hombre allí que pudiera reprocharles su comportamiento.
Pero, cuando el té se acabó, ocurrió algo inesperado… Özlem se disponía a recoger la mesa cuando el azucarero de cristal, aquel que le había regalado su madre el día de su boda, cayó al suelo haciéndose añicos. Fue entonces cuando se miraron detenidamente a los ojos. Burcu abrazó a Özlem con fuerza, se mordieron los labios, se besaron los pechos sobre la mesa… La lengua que bajaba por la espalda, la respiración entrecortada, el rubor de las mejillas, la cálida humedad de los sexos en la boca, los dedos que penetran…
Al amanecer, Özlem se despertó con el primer ezan de la mañana, confusa y sola; ella se había marchado, pero le había dejado su velo en forma de piel mudada sobre la almohada y una nota:
-Te espero en el hammam.

Özlem entró en la habitación de los pájaros.

Abrió todas las jaulas.

Alba Seoane

Hacía tanto que no escribo...

Un frío "crack" en la espalda, un silencio que me susurra al oído:
"tschuuuuu... Una vez más, niña sin nombre, cierra los ojos y abre las piernas".
Y yo vendo, vendo... Te vendo mi cuerpo, mis días de sol, todo por un puñado de ilusión y recuerdos.
Gélido mármol, sentencia perpetua sin rostro ni besos ¿dónde te perdí, mi camino?
Quizá en la desesperanza de los pasos, esos que no dejan huella ni rastro.
Ya lo sé, es lo que debo hacer: venderlo todo sin mirar a ciegas, a medias, porque es con un solo ojo que el dolor duele por la mitad y de todos modos, yo no pude encontrar la mía.
Pero, sin embargo, aún así, sin vista y sin presencia tú me sigues a lo lejos, de pies y manos atadas, con una flor marchita en el sombrero.
No llores más, esperanza mía, que lo que aún no llegó no se puede llorar en su partida.
Alba Seoane